Con el instaurado estado sobre el campo climático, el Antropoceno es una palabra que ha ido ganando territorio conforme las evidencias se tornan más fuertes sobre como repercuten al sistema tierra la aceleración de los agentes contaminantes. Al par, surgen debates sobre si debiese o no llegar a considerarse como una era geológica. Suben a la palestra otros conceptos como Occidentaloceno o Capitaloceno, al final, todo lo que intentan estos esfuerzos lingüísticos es dotarnos con la posibilidad de dar voz con potencia a la situación actual que no solo se trata de un problema de índole ambiental sino de todas las aristas que cruza la sostenibilidad; lo social, lo económico, lo cultural y hasta lo político.
Una de las grandes verdades del Antropoceno es que esto que está pasando no son coincidencias, no son ideas de unos cuantos y que tampoco se trata de efectos relacionados los ciclos de tierra; explicados y teorizados por Milutin Milankovitch. Que si bien, el periodo actual pertenece a un periodo interglaciar, los efectos que actualmente experimentamos en el clima están relacionados a expresiones en donde las anomalías son cada vez más extremas, más variables y principalmente esos cambios se manifiestan de forma rápida.
Para ello, es importante entonces visualizar que el cambio climático, es parte de lo que se le conoce como cambio global, un concepto que hace referencia al conjunto de las modificaciones a escala planetaria. No solo hablando de los componentes que afectan al clima, sino de todos los componentes biofísicos y bioquímicos: Recursos hídricos, suelo, biodiversidad, entre otros. Todos estos elementos que constituyen el conjunto de recursos ambientales con los que cuentan todos los seres vivos en el planeta. Por visualizarlo de alguna forma, toda esta bolsa de insumos, son los que componen el hábitat natural, de los cuales hace uso todo ser vivo para su sobrevivencia y a través de los cuales utiliza también para conformar aquello que necesitan y necesitamos para conformar el hábitat hecho a la medida. En el caso de todos los seres vivos excepto los seres humanos, han construido este hábitat a la medida de manera que se desdibuja la línea entre el hábitat natural y el construido, ya que esas expresiones construidas son sutiles, adaptadas y en todo caso biodegradables y reintegrables. Mientras que, en el caso de la sociedad humana, este hábitat construido o también llamado artificial no guarda esa sutil línea de separación, ya que la transformación de la materia gracias a la disponibilidad tecnología y de energías han producido un hábitat completamente alejado del hábitat natural. Con esta premisa se puede comenzar a entender la estrecha relación que guarda el estado del hábitat natural; y todos los recursos territoriales, con el habitar; y las formas de habitar, y por tanto, con las expresiones del hábitat construido.
El exponente uso de los recursos territoriales han degrado el estado ambiental de manera directa y cuantificable, y por otro lado han perjudicado a los recursos paisajísticos. Es decir, no solo se reduce la integridad de los recursos ambientales, sino que se deteriora la imagen del entorno. El paisaje como un conjunto de componentes territoriales es capaz de transmitirnos fácilmente el estado medio ambiental. Los colores, las formas y disposiciones de los elementos se convierten en indicadores visuales sobre las condiciones del entorno. En el caso actual; en medio del Antropoceno, el paisaje expresa una serie de efectos relacionados a los fuertes impactos de la sociedad y de la construcción del hábitat construido.
Solo se me ocurre el concepto de mausoleos del Antropoceno, para llamar a esas expresiones que se han quedado inválidas ante la respuesta natural de la tierra. Abandonadas estaciones balleneras en la Antártida donde el aumento de agua dulce y el decremento de krill obliga a las ballenas a migrar, puentes en desuso porque los ríos han cambiado su curso debido al agotamiento de agua, o porque han decidido recuperar aquellos paleocauces robados por la avaricia. O casos aún más peculiares como la desembocadura del río Odaw en Agbogbloshie que ahora no es más que un vertedero de basura electrónica como resultado de las esferas de poder económicas en el mundo y de una sociedad global fracturada. Una estación de esquiar sin hielo en Chacaltaya y algunas otras evidencias que; aunque es atrevido llamarles temporales, resultan de eventos rápidos y repetibles en el tiempo como los escombros del Aeropuerto Internacional de Gran Bahama tras el huracán Dorian o los edificios carbonizados de Nueva Gales del Sur por eventos de combustión por olas de calor, cuya presencia persiste. Estos paisajes del antropoceno son solo algunos ejemplos que dejan al descubierto obras de ingeniería y de arquitectura que la naturaleza pone como evidencia de que el cambio climático es tan real como crudo.
El paisaje, por tanto, podemos entender que juega un papel como biomarcador de la salud ambiental, y del que debería de tomarse como punto de partida para la recuperación de flujos y ciclos naturales (agua, carbono, energía, biota) en las ciudades. El urbanismo, más allá de la ingeniería, se sustenta en un amplio marco en donde los recursos ambientales se transforman en los insumos del territorio. La incorporación de la noción del paisaje como infraestructura se presenta como una alternativa estratégica para la generación de participación, de calidad ambiental y de inclusión social. Mediante el respeto al patrimonio cultural y ambiental se pueden generar prácticas de distensión entre el hábitat y el artífice.
Dicho lo anterior, la sanidad ambiental, y la salud urbana, es el área de conocimiento, cobijada dentro de la salud pública, que nos permite repensar el impacto en la salud de las intervenciones del sector público en las ciudades, incluyendo aquellas que no necesariamente tienen origen en el sector salud. Este vínculo, puede revisarse desde la historia del urbanismo y la arquitectura en donde han trascurrido una serie de teorías y teóricos respecto a la de las ciudades saludables, desde la carta de Atenas, pasando por la teoría de Hernán Neira, Len Duhl y Trevor Hancock hasta los más contemporáneos manifiestos de urbanistas y diseñadores, no cabe duda que, es un concepto históricamente ampliamente abordado y del cuál se desprenden una serie de conceptos respecto a la realidad contemporánea de las ciudades. El diseño para el bienestar humano permite explorar una serie de herramientas de aproximamiento al entorno urbano.
Aunque el diseño de nuestras ciudades “ya va tarde”, tenemos la máxima responsabilidad sobre el futuro de las ciudades, partiendo desde un punto de análisis de la producción del hábitat en donde el aproximamiento valore por sobre muchos otros aspectos el estado del ecosistema. El paisaje debería convertirse en un sistema de información que permita el estudio para el desarrollo de investigación aplicada encaminadas a la generación de estrategias urbanas asertivas.
No dejemos de preguntarnos qué huellas estamos dejando para aquellos escenarios del futuro.
Acerca de la autora:
Isamar Anicia Herrera Piñuelas
Mujer, ciudadana, apasionada por la salud ambiental. Egresada en arquitectura por el Instituto Tecnológico de La Paz con especialidad en empresas constructoras. Grado de maestría en Arquitectura Sostenible y Bioclimática por la International Federation for sustainable Architecture en Valencia, España y segundo maestría en Contaminación, toxicología y sanidad ambiental. 8 años de activismo urbano y activismo ambiental para la ONU como embajadora de los ODS.
Profesora en diversas universidades en México y España. Así como investigadora en el campo de salud y arquitectura. Ha publicado en diversas revistas de investigación en arquitectura, así como en congresos internacionales de investigación. Autora del libro "Natura·lleza.Acercamiento a una arquitectura sensible".
Socia fundadora del despacho de arquitectura Sostenible, Aion Plan.